“Voluntad anticipada” en adictos: muchos problemas éticos y médico-legales, ninguna solución
Por Hugo Rodríguez
El Senado tiene a consideración el proyecto de ley de la llamada “voluntad anticipada” para internación y tratamiento de personas con consumo problemático de sustancias, que ya logró la media sanción en la Cámara de Diputados.
Al momento de su consideración en Diputados fui invitado a la Comisión de Salud y Asistencia Social, donde expuse las objeciones que la iniciativa mereció al equipo docente de la Cátedra de Medicina Legal y Ciencias Forenses de la Facultad de Medicina de la Udelar. Si bien el proyecto sufrió modificaciones, no cambió ese enfoque general que entendimos erróneo.
Con la excepción de la organización de madres de pacientes que la promueve, las delegaciones invitadas, desde la del Ministerio de Salud Pública hasta la Junta Nacional de Drogas, pasando por las sociedades científicas y la academia, nos expresamos en forma negativa. Las autoridades de ASSE también han expresado sus críticas por la inviabilidad de su puesta en práctica.
Las razones de fondo tienen que ver con la política pública hacia las drogas —que nadie duda es un problema de magnitud— y también con criterios técnicos sobre los tratamientos de las adicciones.
Además de lo anterior, mi postura contraria tiene fundamentos médico-legales muy evidentes.
La voluntad anticipada es una forma de hacer valer la decisión de un paciente para el caso en que, cuando deba tomar una decisión que le atañe, no tenga la competencia necesaria para hacerlo. La Ley Nº 18.473 (Voluntad anticipada) garantiza a los pacientes portadores de patologías terminales, incurables e irreversibles el derecho a no ser objeto de tratamientos que vayan en contra de sus valores y de su decisión de cómo encarar el final de la vida.
El proyecto a estudio del Senado tiene una dirección diametralmente opuesta. Se orienta a implementar el tratamiento para el caso de que el paciente, llegado el momento, no lo desee.
Todos los expertos en la materia —y la evidencia empírica— coinciden que esta modalidad de tratamiento de estas afecciones, sin adhesión del paciente, tiene garantizado su fracaso. Pero además, desde el punto de vista médico-legal, supone un aspecto regresivo.
La doctrina universal del consentimiento informado presupone disponer de información sobre aquello que se consiente. Este es un presupuesto, cuya ausencia, hace caer su validez. Nuestra Ley Nº 18.335 (Derechos y obligaciones de usuarios y pacientes) especifica que la información debe ser “adecuada, suficiente y continua”. Contrariamente, el proyecto propone un consentimiento anticipado y en blanco. No se sabe qué tipo de tratamiento se implementará, ni en manos de quién estará, ni por cuánto tiempo será la internación.
Desde luego que un paciente portador de un trastorno por consumo problemático de sustancias puede tener indicación de internación psiquiátrica. Y es factible que en tal situación el paciente no la acepte y con ello determine un riesgo para sí o para terceros. Por eso es que la Ley Nº 19.529 (Salud mental) regula las internaciones psiquiátricas, incluidas las involuntarias. Esta alternativa estaba prevista desde 1936 en la vieja Ley Nº 9.581 (Psicópatas).
No se advierte que esta ley, de aprobarse, pueda traer beneficios a los pacientes o a sus familias.
Traería sí retrocesos legislativos en materia sanitaria, sin siquiera rozar el problema del que pretende ocuparse.
La principal objeción bioética ni siquiera es la degradación de las categorías consentimiento informado y voluntad anticipada. Es la generación de expectativas a todas luces falsas en personas y familias, muchas de ellas verdaderamente desesperadas, necesitadas de políticas de Estado coherentes, realistas y auténticamente empáticas.
Publicación original: 04/01/2022
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